miércoles, 17 de noviembre de 2010

STUCK IN A MOMENT

Esta semana el ascensor del edificio de la agencia se ha estropeado. Un apañado cartel casero de "No Funciona" colgaba en la puerta y auyentaba a los usuarios, que la leían con cara de fastidio. Las escaleras han sido, obviamente, la alternativa más asequible, aunque abordar cinco pisos, especialmente cuando son de subida, no resultaba muy alentador para quienes podemos quedarnos, a los diez o viente escalones, precisamente sin aliento. La última sesión de deporte o ejercicio queda demasiado atrás como para afrontar con una mínima dignidad el ascenso cardiovascular.

Ha habido, sin embargo, otra alternativa... Detrás del ascensor oficial, tras bajar unas viejas escaleras con aire clandestino, como asimilada camaleónicamente con la pared, pintada exactamente del mismo color crema confuso, la portera me ha descubierto una puerta que, en efecto, se abría, desdibujándose de la pared, cobrando vida, y tras la cual, para mi sorpresa (y vértigo), se accedía a un viejo montacargas, espacioso pero destartalado, en funcionamiento pero de lo más sospechoso.

La portera cierra las puertas interiores por mí, y acto seguido oigo el golpe violento de la puerta exterior cerrarse vehementemente. Puedo visualizar mentalmente cómo ha recobrado su aspecto de puerta-camuflaje. Luego... silencio. Me quedo sola. Encerrada. Inmóvil. ¿Y ahora? Un escalofrío me recorre la espalda...

Vamos a ver: pasan 10 minutos de mi hora de llegada, he sido tan gandula como para no subir unas cuantas escaleras y, llegados a este punto, no me queda otra que... subir. Presiono eL botón con el número 5 de una hilera de botones cercanos a la puerta. Lo cual me hace dar un respingo de agárrate y no te menees, porque ese botón activa un timbre, un timbre de alarma. Separo el índice del botón; el ruido sordo y agudo desiste. Qué susto... Caigo en la cuenta entonces de una segunda hilera de botones, un poco más a la izquierda, en la que se vuelven a repetir cada uno de los pisos. Llevo tímidamente el dedo índice al cinco... Rrrrriiiiiinnnngggg!!!! ¿Será posible que los botones de un este trasto sólo sirvan de alarma y no para poner en marcha el cubículo con rumbo al piso seleccionado? ¿Qué clase de normas rigen aquí dentro? ¿De qué va todo esto? Entonces vuelvo la vista aún un poco más a la izquierda, para descubrir una tercera hilera de botones... Esta vez acciono el tercer cinco casi sin pensar, preguntándome si esta vez el timbrazo sonará más o menos fuerte, y entonces es cuando suelto un grito histérico que, de no ser por la situación zúlica en que me encuentro, bien podría haberse escuchado a lo ancho y alto de la escalera, porque el artilugio, ahora sí, arranca inesperadamente, y me pilla totalmente desprevenida.

Sudor frío. Aceleración cardíaca. Respiración nerviosa.

Mientras observo horrorizada cómo se mueven las paredes que se ven al otro lado de los cristales de las dos puertas interiores, ya no puedo evitar por más tiempo pensar en el miedo que tengo a los ascensores, a los espacios cerrados, especialmente si son profundos y reducidos. Por un momento, imagino el vacío creciente bajo mis pies, en este agujero recóndito por el que me estoy desplazando y que cada vez se aleja más del suelo firme. El vértigo me aturde. Por favor, que no se quede parado. Por favor, que no se estropee. Por favor, que no me deje aquí tirada. Por favor, que llegue al quinto.

Para eludir el hipnotismo de las paredes movedizas, me doy media vuelta buscando la pared opuesta a las puertas de entrada. Pero no hay tal pared. Son otras dos puertas, detrás de las cuales otra pared desciende, lenta pero imparable. ¿Por qué rayos hay una segunda puerta, si el acceso a la vivienda tiene que ser por la misma puerta por la que he entrado? ¿A dónde narices llevará esta otra puerta? No, no quiero saberlo. No quiero más dudas, ni más misterios. Llevo dos minutos de ascenso que me parecen dos horas. A cada segundo que pasa mi falta de control de la situación va en aumento.

Estoy sola, encerrada, lanzada a un vacío claustrofóbico.

El parón de llegada al quinto piso es de traca mayor (cómo no...). Un trasto como este no puede llevar amortiguación de ningún tipo. No sé cómo lo hago para conseguir amortiguar mi propio respingo ( y ya van dos): debe ser porque me va la vida, si pego un salto aquí dentro, con la profundidad sin fondo a la que podría caer, me muero directamente.

Abro la puerta interior izquierda. Abro la puerta interior derecha. Empujo la puerta exterior de acceso al piso. Empujo la puerta exterior. Empujo la puerta exterior.

No se abre.

Sola, encerrada, cardíaca. Histérica.

Observo la puerta con mirada amenazadora. Es un tête à tête entre la maldita puerta y yo. ¿Qué pasa, eh? ¿No te abres ahora, hmm? Y aunque casi de inmediato pienso que mi reacción es de lo más absurdo, resulta ser efectiva, porque esa mirada intimidadora me proporciona la llave para salir de esta encerrona: la puerta camaleónica posee una cerradura casi a la altura de la vista, y ello me lleva a deducir que la puerta debe necesitar de una llave para abrirse, con lo cual recuerdo, aún en mi estado catatónico, la tercera llave que formaba parte de las que se me entregaron para tener acceso a estas instalaciones. Esa tiene que ser la llave. PorelamordeDios, tiene que ser.

Busco la llave en mi bolso, nerviosa. ¿Cuánto tiempo llevo aquí dentro? ¿Un cuarto de hora? Si me quedase aquí encerrada, ¿me vendría a buscar alguien? ¿Escucharía alguien el ring estridente de las filas A y B?  ¿Servirían de algo mis gritos ahogados por estas paredes viejas, oprimentes y recónditas? Porque no vuelvo abajo ni loca. Me muero aquí mismo antes que volver atrás. La llave, por favor, la llave...

Encuentro la llave. La llave no entra. Le doy la vuelta, a ver así, con los dientes mirando hacia abajo. ¡Ahora sí! Giro la llave, empujo la puerta y... accedo de nuevo al mundo real... Me encuentro en un rincón extraño pero no desconocido, a poca distancia de mi espacio laboral habitual. Puedo verlo. He llegado. He escapado.

Cierro con fuerza las dos puertas interiores (inclinando el tronco, sin poner un pie dentro del cubículo). Cierro entonces la exterior. ¡Blam! Me despido del montacargas asesino con expresión amenazante: no has podido conmigo, cargador de poca monta-. Te he vencido. Puedes volver a desaparecer de mi vida.



PATOLOGIA: Claustrofobia vital transitoria.

En ocasiones la vida nos mete en montacargas asesinos, situaciones oprimentes y claustrofóbicas, sobre las cuales no tenemos ningún control, y el vértigo a la profundidad bajo nuestros pies, la bathophobia, se apodera de nosotros. Los botones que accionamos no nos aportan solución alguna, sólo ruidos estridentes inservibles. Algunas puertas no llevan a ningún lugar, y el trayecto se hace interminable e insufrible. Estamos solos, atrapados.

A veces, ese pasillo negro vertical se presenta ante nosotros, horizontal, y adopa la forma de un túnel oscuro, solitario, sin iluminación alguna, sin salida. Avanzamos a través de este espacio indeseado a tientas, palpando a nuestro alrededor continuamente, buscando referencias, puntos de apoyo, paredes que nos señalen una dirección. Sólo nos guía el silencio, cualquier atisbo de sonido, el relieve del pavimento que pisan nuestros pies. Ni rastro de luz.

Pero toda puerta tiene una llave. Y todo túnel tiene una salida. Tarde o temprano salimos al espacio abierto, a la luz, quizás desde una perspectiva diferente, extraña, pero liberadora al fin. Y descubrimos que no estábamos tan solos. Y nos damos cuenta de cuánto ha valido la pena el esfuerzo de subir, de avanzar, de no desistir, de confiar, de saber esperar.

Los atolladeros se transforman en paisajes abiertos y playas soleadas. Los túneles sin salida dan paso a bellos puentes sobre parajes pintorescos. El mal momento pasa. El presente vuelve a tener luz propia, y nos sentimos capaces, de nuevo, de iluminar nuestro futuro.


Eso sí, yo no vuelvo a subir en el montacargas asesino ni jarta vino...


"Facing it, always facing it, that's the way to get through. Face it."
Joseph Conrad

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